martes, noviembre 24, 2009

El coco de Stephen King


Ya hemos escuchado hablar mucho de este mounstruo de la literatura de terror, ahora leeremos un texto de uno de sus primeros libros de cuentos. Espero su respuesta. Mis verguenzas y cariños.

—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.
El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.
—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.
El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.
Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.
—Quiere decir que los mató realmente, o...
—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.
El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.
—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
—¿Por qué?
—Porque...
Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.
—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.
—¿Qué es qué?
—Esa puerta.
—El armario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.
—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.
El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.
—¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.
—Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?
—Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.
—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?
—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!
Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.
—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.
—Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.
—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un gruñido neutro.
—Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.
—¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.
—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.
—Le escucho –dijo Harper.
—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?
>>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.
>>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
>>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."
>>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.
>>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de <> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.
>>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.
>>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.
Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.
—Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...
—¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.
—¿Qué fue?
—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
—Sí. ¿Qué sucedió después?
Billings se encogió de hombros.
—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.
—¿Hubo una investigación?
—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...
—¡Mierda! –espetó Billings violentamente.
Harper volvió a encender su pipa.
—Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.
>>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!"
>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.
—¿Y la llevó?
—No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.
—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.
Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.
—¿Pretende tomarme el pelo?
—Claro que no –respondió Harper.
—Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
—De acuerdo –asintió Harper.
—De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.
—¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.
—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?
Y después de una pausa, dijo:
—El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.
—¿La puerta del armario estaba abierta?
—Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <>. Sólo que ella dijo <>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.
—¿Galochas? –preguntó Harper.
—¿Eh?
—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.
—Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía <>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.
—¿Miró dentro del armario?
—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.
—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?
—¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <>.
Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.
—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida.
—¿Sucedió algo?
—Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...
El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.
—Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar... Su... su... eh...
—¿Su sitio en la vida?
—¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.
>>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.
—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.
—Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.
—Sí. O la mujer se lo puede quitar.
—Es posible.
—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda.
—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.
>>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.
>>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?
>>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma <>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
>>Y demasiados armarios.
>>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.
Billings miró el techo con expresión morbosa.
—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.
>>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...
—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?
Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:
—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.
>>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.
Billings se humedeció los labios.
—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
—¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.
—Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—. Lo mudé.
Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.
>>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos...
Se pasó la mano por el cabello.
—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: <> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería...
>>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba pálido y tembloroso.
—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <>
La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.
—Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.
—¿Qué sucedió después?
Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.
Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
—Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?
—Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente.
—Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.
—¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.
—Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?
—Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.
—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía <>.
Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.
—Doctor, su enfermera ha...
Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
—Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.
Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.
Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
—Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.


Del libro "El umbral de la noche" (Night Shift)

jueves, noviembre 19, 2009

Medium de Pío Baroja


Del maestro español de la generación del 98, el terror es la perturbación creada por el lenguaje, piénsenlo mientras leen esta construccion verdaderamente inquietante. Buenas noches. Juaaaaaaaaaaaaa...

Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.
Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.
La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.
Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...
-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.
Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...
Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:
-Ha sido mi hermana.
-¡Ah! Ella...
-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.
Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.
Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.
-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.
Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»
Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.
Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.
Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.
¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

miércoles, noviembre 18, 2009

Mariposas por Samatha Schewlin


Siguiendo con el hilo conductor del terror y los universos perturbados, a continuación les presento, para su comentario el cuento Mariposa de la ya conocida Samantha Schewlin. Su estructura es bastante clásica y su final, revelador. Les recuerdo que deberán estar ya leyendo los cuentos de Poe: Él retrato oval, La caída de la casa Usher, el señor Baldemar y La máscara de la muerte roja. Cuando haya novedades en sus blogs, o los hayan creado, por favor, notificarme y al resto de los compañeros. Buena semana. Habrá otro cuento, el viernes. Espero sus relatos de terror.


Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Están junto al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderón habla pero Gorriti solo mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderón, quédate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo como va? El otro hace un gesto de dolor y se señala los dientes. No me digas, dice Calderón ¿Y le hiciste el cuento de los ratones…? Ah no; con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gotorri mira al reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados con tempera, o de chocolates. Pero por alguna razón, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una mariposa se posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La mariposa lucha por escapar, pero el une sus alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse, se sacude y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderón lo lamenta, intenta inmovilizarla para ver bien los daños, pero termina con quedarse con una parte del ala pegada a uno de sus dedos.
Gorriti lo mira con asco niega, le hace un gesto para que la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero ya no puede. Al fin se queda quieta, sacude las alas, pero ya no intenta nada mas. Gurriti le dice que termine con eso de una vez y el, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y entonces , como un viento repentino hubierse violado las cerraduras, las puertas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los padres que esperan. Piensa si irían a atacarlo, tal ves piensa que va a morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas solo revolotean entre ellos. Una ultima cruza rezagada y se une al resto. Calderon se queda mirando las puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos padres todavía se amontonaban frente a las puertas gritan los nombre se sus hijos. Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segúndos, se alejan volando en distintas direcciones.Los padres intentan atraparlas. Calderon, en cambio, permanece inmóvil.No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme, quizás, reconocer en las alas muertas los colores de la suya.

martes, noviembre 10, 2009

La pata de mono de W. W. Jacobs


Lectura del segundo módulo sobre el cuento clásico.


El relato que sigue a continuación fue incluido por Jorge Luis Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo en su famosa Antología de la literatura fantástica. Jacobs (1863-1943), humorista inglés, (autor de Many Cargoes (1896); The Skipper's Wooing (1911); Sea Whispers (1926) ), fraguó esta historia donde la superstición pierde su carácter supuestamente grotesco o risible para convertirse en una fuerza real y poderosa.
Tener en cuenta la construcción de los personajes, el manejo dosificado de los hechos y el final abierto.


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento-mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular - dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme - dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de las Mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela - contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? - dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido - dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza - dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias - dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta - dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas - dijo al sentarse.
- Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
- Gracias a Dios - dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas - dijo en voz baja el visitante.
- Lo agarraron las máquinas - repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
- Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
- La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
- Dios mío, estás loca.
- Búscala pronto y pide - le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
- Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
- Fue una coincidencia.
- Búscala y desea - gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
- Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
- ¡Tráemelo! - gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta- . ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso - balbuceó.
-Pídelo - repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
- ¿Qué es eso? - gritó la mujer.
-Un ratón - dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
- ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! - La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? - le dijo ahogadamente.
- ¡Es mi hijo; es Herbert! - gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
- Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? - gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
- La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
- Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo. (*)


(*) Fuente: W.W. Jacobs, "la pata de mono", en Antología de la literatura fantástica, por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, y Silvina Ocampo, Buenos Aires, ed. Sudamericana, pp. 209-220.

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